miércoles, 25 de marzo de 2009

Subterra

hola chicos, en esta nueva entrada podrán encontrar material complementario para su lectura de Subterra, algunas imágenes de Lota, una breve reseña bibliográfica de Baldomero Lillo, un cuento del autor que no está en el libro Subterra y una corto ensato sobre el libro.
espero que este material les sirva para entender mejor el libro y de esa manera disfrutarlo al máximo.



imagenes de Lota.

Baldomero Lillo


Nació el 6 de enero de 1867 en Lota, ciudad minera del sur de Chile. Hijo de José Nazario Lillo Mendoza y Mercedes Figueroa. En los primeros años de su vida, Baldomero tuvo la influencia de su padre, quien se desempeñó en actividades de capataz o jefe de cuadrilla en las minas de carbón. Bajo su influencia Baldomero Lillo pasó a ser empleado subalterno en una de las pulperías de la Compañía minera. Allí, debido a su trabajo, pudo disponer de tiempo para leer toda la literatura que cayera en sus manos.
En Santiago, fue funcionario administrativo de la Universidad de Chile, prosiguiendo sus lecturas, se vinculó con otros escritores en la Colonia Tolstoiana, como Fernando Santiván y, tras una fugaz incursión en la poesía, publicó los libros de cuentos Sub Terra (1904) y Sub Sole (1907), de corte naturalista.
Los ocho cuentos que forman Sub Terra entregan un panorama desolador. Hombres aniquilados por la servidumbre del trabajo, se muestran empeñados en cumplir tareas que no les interesan, sólo les preocupa el dinero para llevar a los hogares. Por sus páginas desfilan inválidos, huérfanos y viudas, que forman parte del mundo brutal y agotador de las minas de carbón. La publicación de Sub Terra trajo mayor preocupación por el tema social de los mineros y de las industrias, donde correspondía realizar una urgente intervención del Estado para mejorar las condiciones de trabajo de estos sectores.
Baldomero Lillo falleció el 23 de septiembre de 1923.

EL ALMA DE LA MÁQUINA

Baldomero Lillo

La silueta del maquinista con su traje de dril azul se destaca desde el amanecer hasta la noche en lo alto de la plataforma de la máquina. Su turno es de doce horas consecutivas.
Los obreros que extraen de los ascensores, los carros de carbón, míranlo con envidia no exenta de encono. Envidia porque mientras ellos abrasados por el sol en el verano y calados por la lluvia en el invierno, forcejean sin tregua desde el brocal del pique hasta la cancha del depósito, empujando las pesadas vagonetas, él, bajo la techumbre de zinc, no da un paso ni gasta más energía que la indispensable para manejar la rienda de la máquina.
Y cuando, vaciado el material, los tumbadores corren y jadean con la vaga esperanza de obtener algunos segundos de respiro, a la envidia se añade el encono, viendo cómo el ascensor los aguarda ya con una nueva carga de repletar carretillas, mientras el maquinista, desde lo alto de su puesto, parece decirles con su severa mirada:
-¡Más aprisa, holgazanes, más a prisa!
Esta decepción que se repite en cada viaje, les hace pensar que si la tarea les aniquila, culpa es de aquel que para abrumarles la fatiga no necesita sino alargar y encoger el brazo.
Jamás podrán comprender que esa labor que les parece tan insignificante, es más agobiadora que la del galeote atado a su banco. El maquinista, al asir con la diestra el mango de acero del gobierno de la máquina, pasa instantáneamente a formar parte del enorme y complicado organismo de hierro. Su ser pensante conviértese en autómata. Su cerebro se paraliza. A la vista del cuadrante pintado de blanco, donde se mueve la aguja indicadora, el presente, el pasado y el porvenir son reemplazados por la idea fija. Sus nervios en tensión, su pensamiento se reconcentra en las cifras que en el cuadrante representan las vueltas de la gigantesca bobina que enrolla dieciséis metros de cable en cada revolución.
Como las catorce vueltas necesarias para que el ascensor recorra su trayecto vertical se efectúan en menos de veinte segundos, un segundo de distracción significa una revolución más, y una revolución más, demasiado lo sabe el maquinista, es: el ascensor estrellándose, arriba, contra las poleas; la bobina, arrancada de su centro, precipitándose como un alud que nada detiene, mientras los émbolos, locos, rompen las bielas y hacen saltar las tapas de los cilindros. Todo esto puede ser la consecuencia de la más pequeña distracción de su parte, de un segundo de olvido.
Por eso sus pupilos, su rostro, su pensamiento se inmovilizan. Nada ve, nada oye de lo que pasa a su derredor, sino la aguja que gira y el martillo de señales que golpea encima de su cabeza. Y esa atención no tiene tregua. Apenas asoma por el brocal del pique uno de los ascensores, cuando un doble campanillazo le avisa que, abajo, el otro espera ya con su carga completa. Estira el brazo, el vapor empuja los émbolos y silba al escaparse por las empaquetaduras, la bobina enrolla acelerada el hilo del metal y la aguja del cuadrante gira aproximándose velozmente a la flecha de parada. Antes que la cruce, atrae hacia sí la manivela, y la máquina se detiene sin ruido, sin sacudidas, como un caballo blando de boca.
Y cuando aún vibra en la placa metálica al tañido de la última señal, el martillo la hiere de nuevo con un golpe seco, estridente a la vez. A su mandato imperioso el brazo del maquinista se alarga, los engranajes rechinan, los cables oscilan y la bobina voltea con vertiginosa rapidez. Y las horas suceden a las horas, el sol sube al cénit, desciende; la tarde llega, declina, y el crepúsculo, surgiendo al ras del horizonte, alza y extiende cada vez más a prisa su penumbra inmensa.
De pronto un silbido ensordecedor llena el espacio. Los tumbadores sueltan las carretillas y se yerguen briosos. La tarea del día ha terminado. De las distintas secciones anexas a la mina salen los obreros en confuso tropel. En su prisa por abandonar los talleres se chocan y se estrujan, más no se levanta una voz de queja o de protesta; los rostros están radiantes.
Poco a poco el rumor de sus pasos sonoros se aleja y desvanece en la calzada sumida en las sombras. La mina ha quedado desierta.
Sólo en el departamento de la máquina se distingue una confusa silueta humana. Es el maquinista. Sentado en su alto sitial, con la diestra apoyada en la manivela, permanece inmóvil en la semioscuridad que lo rodea. Al concluir la tarea, cesando bruscamente la tensión de sus nervios, se ha desplomado en el banco como una masa inerte.
El proceso lento de reintegración al estado normal se opera en su cerebro embotado. Recobra penosamente sus facultades anuladas, atrofiadas por 12 horas de obsesión, de idea fija. El autómata vuelve a ser otra vez una criatura de carne y hueso que ve, que oye, que piensa, que sufre.
El enorme mecanismo yace paralizado. Sus miembros potentes, caldeados por el movimiento, se enfrían produciendo leves chasquidos. Es el alma de la máquina que se escapa por los poros del metal, para encender en las tinieblas que cubren el alto sitial de hierro, las fulguraciones trágicas de una aurora toda roja desde el orto hasta el cenit.


“Subterra” de Baldomero Lillo

Clásico de la narrativa chilena

Cuando se menciona a Baldomero Lillo surge de inmediato el recuerdo de algunos de sus cuentos de ambiente minero, como “El chiflón del diablo”, “La compuerta número doce”, “El grisú” o “La paga”, que se vienen leyendo de generación en generación desde su edición en 1904, con el título de Subterra. La publicación de este libro causó revuelo en el apocado ambiente literario chileno de comienzos del siglo XX. Un medio que hasta entonces seguía las aguas de los clásicos españoles y recibía la influencia de la literatura francesa sin alcanzar una estatura propia y, desde luego, alejado de la realidad social de un país que se aprontaba a celebrar el primer centenario de su independencia.
La primera edición se agotó en pocas semanas. El nombre de Lillo pasó a ser un nombre valorado en los ateneos literarios, y prácticamente todos los escritores relevantes de la época alzaron sus voces para elogiar a un autor que comenzaba a ser una referencia ineludible para lo que se escribiría de ahí en adelante. El éxito se debió a que Baldomero Lillo presentaba un mundo hasta entonces omitido, y dentro de éste, a personajes que tenían la inconfundible marca de lo auténtico: el mundo de los minerales carboníferos de Lota, ciudad que cobijaba a una infinidad de mineros que laboraban en condiciones de extrema miseria. Los cuentos de Baldomero Lillo aportaron un lenguaje simple, acertados retratos humanos y un acentuado sentimiento solidario. Como señalara Ernesto Montenegro -escritor chileno contemporáneo de Lillo-: “Por primera vez, la alpargata y la blusa hicieron la caminata hasta las librerías del centro para volver al suburbio cargando debajo del brazo una obra de un autor nacional. Es el primer autor chileno con un público lector que abarca del taller y la planta industrial a los cenáculos literarios”.
Baldomero Lillo nació en Lota el 6 de enero de 1867. Fue un niño enfermizo al que sus largas convalecencias hicieron un lector voraz de Verne, Dickens, Tolstoi, Balzac. A la muerte de su padre, trabajó como empleado en una pulpería. Ese trabajo y las experiencias de la niñez lo hacen relacionarse estrechamente con la vida y sufrimientos de los mineros que a diario ve pasar por las calles de Lota. La realidad con la que convive durante casi veinte años impacta su ánimo y conciencia. De ella emergen sus personajes estremecedores. Los viejos mineros que se identifican con el agónico fin del caballo que ha sido su compañero de faenas; el padre que lleva a su hijo de ocho años a trabajar al fondo de la mina, los obreros amenazados de despido, la dura faena que convierte en viejos decrépitos a los más jóvenes y vigorosos; los oscuros túneles a más de cuarenta metros bajo el mar, las filtraciones de agua que acompañan las faenas como una música tétrica que les advierte de la presencia de la muerte, la brutalidad de los administradores y capataces, y toda la amplia galería de personajes y anécdotas que pueblan sus cuentos.
La obra de Baldomero Lillo se concentra en tres docenas de cuentos y relatos que comienza a escribir cerca de los cuarenta años, y que se publicaron con los títulos de Subterra, Subsole, Relatos populares y Páginas del salitre. El año 1900, Lillo se traslada a Santiago, y en la capital, junto con ganar un espacio en el medio literario de la época, debe ganarse la vida como agente de seguros y escribiente en una notaría, hasta que finalmente obtiene un cargo administrativo relacionado con la educación, que le da tranquilidad para sobrellevar una vida sencilla, de pocas pretensiones. En esa época ya padecía la tuberculosis que le llevaría a la muerte en 1923, cuando vivía en San Bernardo. Sus contemporáneos lo describen como un hombre quitado de bulla, parco, introvertido, humilde, que en las tertulias literarias prefería mantenerse en silencio, sin llamar la atención.
Subterra de Baldomero Lillo aparece cuando en Chile recién se comienza a hablar de la llamada “cuestión social”, bajo la influencia de pensadores provenientes del positivismo y el anarquismo. Aporta un paisaje humano inédito en la literatura chilena, el de un puñado de obreros que, como dice en uno de sus cuentos, sólo tienen por delante el destino de “trabajar, padecer y morir”. La obra de Lillo entra como un ventarrón en la literatura chilena y genera una impronta que deja huella en escritores posteriores y que tiene su mayor expresión en la llamada Generación del 38. Con justicia entonces, Baldomero Lillo es considerado el padre del realismo chileno, y desde luego, el primer gran exponente del cuento.
Lillo es un poderoso observador de la realidad, y relata con sencillez, certeza, honestidad. Tal vez se pueda criticar su fatalismo, el destino trágico que impone a la mayoría de sus personajes, pero al fin de cuentas eso no hace más que remarcar el mundo desesperado y sórdido que recrea, su protesta contra lo que considera una muestra palpable de explotación humana. Los lectores de Subterra se enfrentan a historias y personajes que cautivan y conmueven. Por eso, no se puede más que coincidir con Ernesto Montenegro cuando dice que lo que da resonancia y permanencia a la obra de Baldomero Lillo es que “nos hace sentir la tragedia de esas vidas como algo que está muy cerca de nosotros y habla a nuestra conciencia”. A casi cien años de la publicación de Subterra, Lillo es un narrador que conserva su vitalidad y obliga a tomar partido, con palabras que apelan a profundos sentimientos humanitarios

RAMON DIAZ ETEROVIC

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